domingo, 3 de enero de 2010

Mi primer viaje en bicicleta


Tomo una bicicleta prestada, checo la ruta en el mapa, paso por algo de comida a la cocina y me despido de Juan con la emoción de empezar mi primer viaje en bicicleta. El destino: Lund, una ciudad sueca donde me esperan mis amigos Mariana y Roberto. El origen: Helsingor, una ciudad al norte de Sealand, Dinamarca donde Juan se encontraba trabajando. El estímulo; hacer un viaje siendo mi propio motor, mi aventura personal y la posibilidad de cambiar la relación que tengo con mi cuerpo.

En términos prácticos, ya llevaba tiempo haciendo un poco de ejercicio durante las mañanas, corriendo en el parque local pero para nada me imaginaba a mi sola en bicicleta, frente una carretera con ciento veinte kilómetros por recorrer. Por otro lado, la infraestructura escandinava en cuanto a ciclismo se refiere, estaba a mi favor pues ésta tiene rutas buenas y seguras que atraviesan el campo de Suecia y que permiten mientras vas pedaleando ver a la gente caminando con sus perros, cuidando sus jardines, trabajando en el campo, escuchar los pájaros cantando, el mar, el viento en los árboles. Definitivamente reflexionaba que viajar así ofrece -a diferencia de los automóviles que nos mantienen encapsulados- un estímulo constante y la mayoría de las veces, fascinante para los sentidos. Vale la pena ir más lento y en contacto con el espacio que se esta atravesando y mientras, en la cabeza un repaso de recuerdos e ideas se conectan con lo que voy viviendo.

Así son mis los primeros pedaleos a través de las campiñas suecas. Al principio tengo todo: el estímulo, la emoción, la fuerza, buen clima , tiempo suficiente y el viento empujándome por la espalda, pero a medida que voy avanzando todo se va gastando: las carreteras entre pueblo y pueblo se hacen mas largas, los kilómetros más pesados, el tiempo se me esta acabando, los caminos a veces se vuelven confusos. A veces me pierdo y tengo que recorrer más kilómetros buscando mi camino. Las piernas se cansan y asumo que caminar las librara un poco del esfuerzo y después, seguir avanzando. Finalmente, cuando llego a la ciudad encuentro a mis amigos y comparto con ellos una tarde maravillosa alrededor de una ciudad impresionante, cuya vida gira alrededor de la academia. El sentimiento de estar ahí y con ellos, me hace olvidar el esfuerzo físico y sigo caminando, usando las piernas –mi herramienta principal- sin pensar en el regreso.

Al otro día, después de un intento fallido de ver el espectáculo del reloj de la catedral y habiéndome despedido de mis amigos, parto hacia Helsingor de nuevo. Una vez más había calculado la misma cantidad de tiempo y con el trayecto ya recorrido, sería más fácil para mi, pensé. Sin embargo, el camino fue sin duda más difícil desde el principio, pues no sólo tenía el viento en contra, haciéndome poner un mayor esfuerzo, sino que hacia más frío y mi cuerpo estaba mucho más cansado por la energía gastada el día. Quizá fue la nula de práctica en estos esfuerzos físicos, o quizá fue un poco de soberbia basada en el éxito de la primera fase del viaje. Lo que es cierto es que el cuerpo, mi motor había reaccionado y un poco después de la mitad del camino, el azúcar me bajó y tuve que parar un tiempo, tomé unos chocolates que llevaba previniendo que eso pasara. Me subí a la bicicleta de nuevo, con pocas fuerzas para seguir, y ya estando en medio de la carretera la idea de desistir empezó a cruzar mi mente Hacia mucho frío y toda la ropa y protección que traía comenzaba a ser insuficiente. Ahora en medio del camino tenía un colapso mental. Estaba cansada, fastidiada, ya no quería seguir y se me salieron las lágrimas de desesperación. Tuve que tomar un respiro, y de acuerdo con la realidad, actuar, porque el mismo esfuerzo tendría que hacer para volver al último pueblo que había pasado y tomar el tren, que para llegar Helsingbor a tomar el ferry. Estaba ahí y tenia que pedalear, era lo único que me quedaba, 10 kilómetros más y habría terminado. No fue fácil calmarme pero fue entonces cuando entendí que a través de la mente se extienden los límites del cuerpo, algo, lo que fuera tendría que darme la fuerza para terminar el viaje y de la desesperación salió la fuerza. El resto de los kilómetros lo hice en un poco más de una hora. Descansé un poco durante los veinte minutos del ferry.

Llego a casa, celebro con Juan el logro, me baño, ceno con una copa de vino y antes de irme a la cama siento la satisfacción de haber logrado una aventura/reto personal. Si bien sé que hacer un viaje como este no es para nada un reto espectacular -sobre todo para aquellos que están acostumbrados al esfuerzo físico-. También es cierto que a través de este viaje, fui descubriendo y extendiendo los límites de mi cuerpo a través de la fuerza de la mente. Ya llevaba algunos intentos de cambiar este chip. Siempre he tenido cierta fascinación por explorar los laberintos mentales del ser humano -mucho más que los físicos- y es quizá por eso que también me fascinaba este reto que, dentro de sus enseñanzas más claras me dejo ver que en estos tiempos de extrema tendencia a la rapidez, la comodidad y esfuerzo mínimo, cada vez somos menos los que utilizamos la bicicleta y el cuerpo como motor y no empujamos nuestros límites hacia una vida más saludable para la mente, el cuerpo y el medio ambiente.

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